miércoles, 8 de julio de 2009

El cuento sin final, siempre hay alguien que no para de leer..


Don Mariano es un hombre de 82 años. Para los vecinos de Flores es el viejo loco de los libros. Es un viejo tan loco que nadie nunca se acerca a él, como para darse cuenta que en realidad no es ningún loco. O sí, tal vez lo sea. ¿Pero quién no lo es..?
Ese sábado, cuando Martín volvía de la cancha vio a Don Mariano en el banco de la placita Los Andes. Venía contento, Italiano había ganado y seguía puntero. En su cara se veía el sueño de la vuelta a Primera, el sueño de Martín. Martín Casale tenía 18 años y durante su corta vida nunca había visto al Tano en la A. No sabía cómo era, siempre soñaba con eso: ir a verlo contra Boca, River, algo que no podía imaginar. Su vida pasaba por eso, el fútbol y los pibes del barrio, siempre salía algo. Pero esa tarde, cuando cruzó por la placita y vio al viejo demente, le dio curiosidad. No entendía por qué la gente decía eso sobre él, al fin y al cabo el viejo nunca le había hecho nada a nadie. Entonces, despacito, se fue acercando al banco del viejo.
Mariano tenía en la mano un libro, como siempre. Su pelo era un remolino entre gris y negro, algo así como cuando se está por largar a llover, pensó Martín. Tenía un saco gris, gastado, y las manos secas, muchas hojas habían pasado por ahí. Por más que tuviera ese nombre, las arrugas delataban su edad, recorrían su cara desde el mentón hasta la frente, donde se chocaban con sus finas cejas negras.
“¿Qué lee Sr?”, preguntó Martín sin saber qué estaba haciendo, ni por qué lo hacía, ni si ésa era la mejor pregunta para ese hombre que, ahora, lo estaba mirando tan fijamente que lograba hacerlo sentir molesto, incómodo.
“¿Qué haces pibe? Acá estoy, leyendo. No sé qué leo, no me preguntes. No sé por qué lo hago. No se de escritores ni de poesía. Sólo estoy buscando el final de un cuento, lo perdí cuando tenía 20 años. Ahora tengo 62 y cuando lo encuentre, probablemente ya no me acuerde ni para qué lo buscaba.”
Martín se había quedado absorto con el relato de Don Mariano. El viejo había largado un centenar de palabras, tan rápido y todas juntas, que no le había dado tiempo a reaccionar. ¿Qué hacia ese hombre buscando el final de un cuento? Estaba loco, definitivamente. Todos en el barrio tenían razón.
“No estoy loco, pibe. Sé que lo estás pensando, sé que es lo que todos piensan acá, pero no me importa”.
Hacía mucho que no hablaba, parecía. Tenía los labios secos, pero sin embargo hablaba ligero, como si tuviera mucho que decir. Mirá, le dijo y sacó del abrigado tapado gris un libro naranja, era de tamaño mediano y estaba lleno de mugre, pensó Martín. Mariano le dio el libro a Martín, como dándole una posta y éste se sintió importante: nunca nadie había hablado con el viejo y ahora él estaba conociendo su historia. Le intrigaba todo lo que ese hombre decía, todo lo que había dicho en esos 5 minutos que le habían parecido 20. O más.
Martín tomó el libro como si fuera de vidrio. Despacio, creo que nunca había tocado algo con tanta delicadeza, con tanto cuidado, con tanto todo. Mariano lo observaba, agradeciendo el cuidado de ese extraño joven que se había aparecido a preguntarle cosas de su vida, agradeciéndole eso también. La tapa estaba cubierta por una infinidad de relojes, de todas las formas, tamaños, colores. Incluso había uno parecido al que Sandra tenía en la mesita del comedor, ese reloj al que le pasaba el trapito todos los días, siempre limpito estaba. Sólo relojes había y una palabra, o quizás un nombre, no lo sabía, escrito con letras negras en el margen inferior izquierdo: “Momo”. ¿Quién sabe qué sería eso, no?, pensó Martín. Lo abrió, las páginas estaban amarillas y con ese olor a libro viejo que a él tanto le gustaba. ¿A quién no le gustaba?, pensó. En la primera página, aparecía el primer número que veía: “Fecha de impresión: 19 de diciembre de 1971”. Tras leer eso, Martín recordó la vida de aquel hombre, obsesionado con aquel libro que él ahora sostenía suavemente con sus manos. Decidió comprobar lo que Don Mariano le había dicho, así que lentamente recorrió las paginas del libro y llegó al final: era cierto, faltaba la última página, la 299. El libro había quedado inconcluso en la 298, dejando el enigma sin resolver, con una última frase. “Era su hora”, sentenciaba el libro.
“Nunca encontré esa hoja, pibe. Hace 62 años que la busco. No perdí las esperanzas todavía, pero viste cómo es esto. Ya cada vez puedo caminar menos, ahora hago todo despacito. Y los ojos no ayudan tampoco, cada vez veo menos. Es difícil, viste, pibe”.



Martín colgó las llaves en el llavero, dejó la campera tirada en la cama y guardó el carnet de Italiano en el cajón del escritorio. Se tiró en la cama . Eran las ocho. Había estado más de dos horas hablando con Don Mariano. Y no se arrepentía para nada: en un par de horas todo lo que creía sobre él había cambiado, y en un par de segundos se había quedado deslumbrado con aquel libro naranja al que había sostenido con tanto cuidado. En ese rato, todo eso había cambiado. Había sido sólo cuestión de tiempo. Todo era cuestión de tiempo, pensó Martín. Todo. La vida de ese pobre hombre había sido robada por los relojes de ese extraño libro naranja, pensó. El tiempo había podido con él. Pero en ese instante, en el que se dio cuenta que no estaba pensando ni en el triunfo de Italiano ni en la punta de la tabla, un ruido interrumpió la revelación. Sandra golpeó la puerta, entró y le dio un beso en la mejilla. No lo había visto en todo el día. “A comer, hijo”, sentenció, poniendo punto final al viaje filosófico de Martín.
Al día siguiente, Martín esperó ansioso hasta que se hicieran las 6 de la tarde. Quería volver a hablar con Mariano, necesitaba hacerlo. Estaba mirando la tele cuando el vibrador del celular le avisó que ya era hora: eran las seis menos veinte y el viejo ya debía estar en el banco de la plaza. A los diez minutos, ya estaba ahí, pero no vio a Don Mariano. No vio nada, sólo el banco y un médico cerca de una ambulancia. El médico llevaba el sobretodo de Mariano. Martín se asustó.
“¿Qué pasó con Don Mariano?”, preguntó Martín. “¿En qué hospital está?”.
“No, pibe. El viejo se fue. Tenía como 80 años y el bobo dijo basta. Igual no sufrió, falleció por muerte súbita hoy a las cuatro de la tarde”,
dijo el hombre de chaqueta celeste mientras apoyaba el sobretodo en el asiento de adelante.
Nadie podía querer al viejo según ellos, pensó Martín. Ni siquiera le había preguntado si lo conocía. Por algo él le había preguntado. Con bronca y con una tristeza que ni él mismo lograba comprender, se dio cuenta que tenía que conseguir algo: el libro. Antes que el médico se subiera a la ambulancia, y sin que éste lo viera, metió la mano por la puerta entreabierta y, sólo con la ayuda del tacto, lo buscó. Rogó que estuviera. Estaba ahí, en el último bolsillo en el cual buscó, ya con la última esperanza. Tomó el libro, con la misma suavidad que la primera vez, y se fue.
Una semana después, el libro seguía en el bolsillo de su campera. No lo había vuelto a agarrar desde el domingo anterior. Había quedado triste por la muerte del viejo, un viejo al que casi ni conocía pero que había escuchado atentamente ese sábado. Había escuchado atentamente cada frase de la historia que ése viejo le contaba. Ese viejo no era ningún loco.
Ese domingo, Italiano le ganó 3 a 1 a Sarmiento de Junín de visitante y quedó a dos fechas de la máxima consagración. La vuelta a primera era inevitable y en Ciudad Evita los festejos y las banderas hacían crecer una ilusión escondida, guardada en un cajón. Tan guardada como el carnet de Martín, que ni se había enterado de la victoria del Tano. Martín estaba ocupado leyendo un libro. Un libro naranja con una tapa que estaba cubierta por una infinidad de relojes, de todas las formas, tamaños y colores.
Martín leía y leía. Y esta vez, al parecer.. Era su hora.

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