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Gol. Gol. ¡Gol! Te abrazo y lloro. Te abrazo tan fuerte que no siento más nada. Y no paro de llorar. Te abrazo y lloro, papá. Y con la fuerza que me queda, grito el gol. Ese gol por el que vine, por el que no me quedé, por el que esperé tanto tiempo. Por el que te agradezco haberme traído hoy acá. Con la vista borrosa, miro el gran Parque Independencia, más grande que cualquier otro. Miro a mis hermanos, verdes, negros. Me veo en ellos, lloran conmigo, festejan, ríen, sufren a mi par. Sonrío. Te miro a vos, enfrente, que gritás conmigo, que festejás, que cantás conmigo desde tu color, desde tu rojo, desde tu negro, que desde entonces también serán míos. También sonrío.
El partido sigue. Yo no dejo de llorar. Chicago 1 – Newell’s 0, pero no acá. No en la República, sino allá. Allá lejos, allá cerca. En Rosario. En mi Rosario, hoy más mía que nunca.
*
Son las cinco de la tarde. Recién llego a casa, a la hora de siempre, como todos los jueves. Guardo la raqueta y me saco el buzo. Hace frío afuera. Adentro no, el departamento está calentito. Me estoy por ir a bañar y suena el timbre. Sos vos, pá. Bajo rápido, haciéndole caso a tu pedido. Te abro la puerta.
- Tengo un regalo para vos.
Eso fue lo único que te dejé decir, porque ni bien terminé de escucharte, me abalancé encima tuyo. Desde el hombro de tu chaqueta se veía la lluvia, también mi rostro, mi alegría. No lo podía creer, todo lo que esperaba, lo que más esperaba, iba a deja de ser un sueño para ser algo tangible, real. La vida es sueño, dicen; pero esta vez era verdad. Tan de verdad como mi camiseta, como mi bandera. Y, ahora, como mis entradas.
- Gracias, pá.
El viernes a la noche no pude dormir. No pude, casi. No podía parar de pensar en el partido del sábado. Había que ganar, no quedaba más margen. Era ganar o ganar, quedarnos o descender, marcar o marcar. No había más chances. En 90 minutos se jugaba todo. Y yo no podía contra eso. No aguantaba más, ya quería que Toia pitara de una vez y diera comienzo al juego. En sí era eso, un juego. Si, en definitiva lo era, pero no para mí. No para quien en ese momento ve todo de un solo color, de dos, mejor dicho. Ganaras o perdieras, yo quería estar, Torito, yo iba a estar. Yo voy a estar.
Al rato de escuchar mi propia voz en esta especie de monólogo sobre la filosofía del fútbol, parece que me cansé de mi misma y de pronto oscureció. O me dormí, o se cortó la luz.
Al día siguiente me desperté temprano: había que madrugar para llegar con tiempo. De todos modos, Rosario no quedaba lejos. Rosario, otro tema. Esa ciudad, tan hermosa, siempre me gustó pero nunca fui. No te conocía y ya me gustabas, desde antes, desde quién sabe cuando. Quién sabe por qué. Quién sabe. Y a quién le importa. A mi no, con quererte ya me basta.
Y así, con un exclusivísimo diseño verdinegro, mitad jugador de fútbol, mitad fruto de las manos de mi abuela, partí para allá. Para allá. Para verte a vos. Para verte a vos ganar. Para volver feliz, llorando, pero cantando con la ilusión de volver a ganar.
Papá, Manu y yo en el auto. Yo sola atrás, con todo el espacio para mí y mi nerviosismo de acompañante. Entre los dos no hacíamos una. Me sentaba, me acostaba. Prendía la radio, la apagaba. Sacaba la bandera por la ventanilla, la guardaba. Me acostaba de vuelta, me volvía a sentar. En un segundo, el verde y celeste de la ventana se cambió por un mejor verde y negro que invadía toda la ruta, que abarcaba toda la visión, que se llevaba todas las miradas. Innumerables autos se fundían en una única bandera, verde y negra. Desde arriba, desde donde tal vez hubiese alguien, seguramente se habría visto así. Seguramente ese alguien la habría disfrutado como yo. Bah, no creo que tanto.
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El partido sigue. Yo no dejo de llorar. Chicago 1 – Newell’s 0, pero no acá. No en la República, sino allá. Allá lejos, allá cerca. En Rosario. En mi Rosario, hoy más mía que nunca.
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Son las cinco de la tarde. Recién llego a casa, a la hora de siempre, como todos los jueves. Guardo la raqueta y me saco el buzo. Hace frío afuera. Adentro no, el departamento está calentito. Me estoy por ir a bañar y suena el timbre. Sos vos, pá. Bajo rápido, haciéndole caso a tu pedido. Te abro la puerta.
- Tengo un regalo para vos.
Eso fue lo único que te dejé decir, porque ni bien terminé de escucharte, me abalancé encima tuyo. Desde el hombro de tu chaqueta se veía la lluvia, también mi rostro, mi alegría. No lo podía creer, todo lo que esperaba, lo que más esperaba, iba a deja de ser un sueño para ser algo tangible, real. La vida es sueño, dicen; pero esta vez era verdad. Tan de verdad como mi camiseta, como mi bandera. Y, ahora, como mis entradas.
- Gracias, pá.
El viernes a la noche no pude dormir. No pude, casi. No podía parar de pensar en el partido del sábado. Había que ganar, no quedaba más margen. Era ganar o ganar, quedarnos o descender, marcar o marcar. No había más chances. En 90 minutos se jugaba todo. Y yo no podía contra eso. No aguantaba más, ya quería que Toia pitara de una vez y diera comienzo al juego. En sí era eso, un juego. Si, en definitiva lo era, pero no para mí. No para quien en ese momento ve todo de un solo color, de dos, mejor dicho. Ganaras o perdieras, yo quería estar, Torito, yo iba a estar. Yo voy a estar.
Al rato de escuchar mi propia voz en esta especie de monólogo sobre la filosofía del fútbol, parece que me cansé de mi misma y de pronto oscureció. O me dormí, o se cortó la luz.
Al día siguiente me desperté temprano: había que madrugar para llegar con tiempo. De todos modos, Rosario no quedaba lejos. Rosario, otro tema. Esa ciudad, tan hermosa, siempre me gustó pero nunca fui. No te conocía y ya me gustabas, desde antes, desde quién sabe cuando. Quién sabe por qué. Quién sabe. Y a quién le importa. A mi no, con quererte ya me basta.
Y así, con un exclusivísimo diseño verdinegro, mitad jugador de fútbol, mitad fruto de las manos de mi abuela, partí para allá. Para allá. Para verte a vos. Para verte a vos ganar. Para volver feliz, llorando, pero cantando con la ilusión de volver a ganar.
Papá, Manu y yo en el auto. Yo sola atrás, con todo el espacio para mí y mi nerviosismo de acompañante. Entre los dos no hacíamos una. Me sentaba, me acostaba. Prendía la radio, la apagaba. Sacaba la bandera por la ventanilla, la guardaba. Me acostaba de vuelta, me volvía a sentar. En un segundo, el verde y celeste de la ventana se cambió por un mejor verde y negro que invadía toda la ruta, que abarcaba toda la visión, que se llevaba todas las miradas. Innumerables autos se fundían en una única bandera, verde y negra. Desde arriba, desde donde tal vez hubiese alguien, seguramente se habría visto así. Seguramente ese alguien la habría disfrutado como yo. Bah, no creo que tanto.
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Llegamos. En Rosario, a cuatro días del día de la bandera, para verte jugar a vos, con esta camiseta puesta, con mi viejo y mi hermano. Sólo faltas vos, má. Sólo vos.
Suenan las campanas. Es la hora. Entro al Santuario, miro hacia todos lados. Recuerdo que el suelo que estoy pisando lo piso alguna vez el dios de La Mano, al que veneramos todos los que compartimos esta esférica religión. Sigo caminando, ya veo como el suelo del Santuario se va haciendo verde. Verde esperanza, hoy más que nunca. Subo lentamente las gradas del Santuario, veo a los peregrinos. Rezan, lloran, piden, suplican, se abrazan. Tensos. Ellos y yo, todos.
Un día después de lo pedido, el referí pita y el juego comienza. Miles de ojos divisan la misma cosa. Una cosa redonda, radiante, brillante, se lleva las miradas de todos los presentes en el Parque Independencia. Es que parece que el sol sale de nuevo, o más que antes. Es el único segundo de distracción, desde entonces todos vuelven su vista hacia la pelota. Entre botines negros, rojos, verdes, blancos, se reparte, cariñosa. Quiere estar con todos. Mientras ella juega, inicia su función el coro: los miles de peregrinos presentes expanden su voz, siguen la letra con precisión y vocación y desafinan en todas las notas. Pero a nadie le importa, ése es el coro que todos quieren escuchar. Como escasas veces, y menos aún en este tipo de final, la división de religiones desaparece, como alguna vez pediría el gran John, y somos todos uno. Ellos, nosotros, todos uno. El mismo coro, distinto color. Tres colores, dos hinchadas, una misma canción. No creo lo que escucho. Te oigo a vos, pidiendo por mí. No querés que me vaya, querés que me quede. Yo también me quiero quedar.
Gol de Mariano. Me voy a quedar. Explota el Santuario, desde todos lados. El llanto se mezcla con una sonrisa, la tristeza con el desahogo y el ruido es cada vez mayor. Yo ahí, en el medio, grito con el alma, como nunca antes. Gol. Gol. ¡Gol! Te abrazo y lloro. Te abrazo tan fuerte que no siento más nada. Y no paro de llorar. Te abrazo y lloro, papá. Y con la fuerza que me queda, grito el gol. Ese gol por el que vine, por el que no me quedé, por el que esperé tanto tiempo. Por el que te agradezco haberme traído hoy acá. Con la vista borrosa, miro el gran Parque Independencia, más grande que cualquier otro. Miro a mis hermanos, verdes, negros. Me veo en ellos, lloran conmigo, festejan, ríen, sufren a mi par. Sonrío. Te miro a vos, enfrente, que gritás conmigo, que festejás, que cantás conmigo desde tu color, desde tu rojo, desde tu negro, que desde entonces también serán míos. También sonrío.
El partido sigue. Yo no dejo de llorar. Chicago 1 – Newell’s 0, pero no allá. No en la República, sino acá. Acá lejos, acá cerca. En Rosario. En mi Rosario, hoy más mía que nunca.
*
Son las cinco de la tarde. Como todos los jueves, a esta hora llego de cursar. Hace frío afuera. Con las manos heladas me saco el buzo, me voy a bañar. Mientras me preparo la ropa, te veo. Te veo y en un segundo se me vienen mil imágenes a la cabeza. Cuando te sacaba por la ventanilla del auto, cuando te volvía a meter, cuando saltabas conmigo, cuando a la vuelta en el auto me tapaba con vos. Cuando fuiste una de las piezas del rompecabezas de la gran bandera verdinegra. Te vi y me acordé de todo. Del viaje, de la ida, de la vuelta, de la felicidad, de la ilusión, de los sueños, del triunfo. Pero no sólo de eso. Fui por un gol, pero me llevé mucho más que eso.
Ese sábado, Chicago le ganó a Newell’s 2 a 0. A la salida del encuentro los simpatizantes de ambas parcialidades intercambiaban palabras, sonrisas y camisetas. Rosario se solidarizó con el Torito y le brindó la mejor estadía. Después, el equipo de Mataderos enfrentaría en la Promoción a Tigre, el equipo de Victoria, en dos encuentros por una sola vacante en Primera División.
Los dos encuentros se jugaron. También estuve. Pero esta vez, la vacante se la quedó Tigre y la alegría se fue para Victoria. Eso ya no importa. Porque hoy te veo, te toco, en tus suaves franjas verdes y negras y me acuerdo de ese sábado, de ese gol. Del abrazo con vos, viejo. Del abrazo con vos, Newell’s. Del abrazo con vos, Rosario. Del gol de Mariano, del coro desentonado y del pitazo final. Te vi ganar. Te vi perder. Te vi, y detrás de tuyo, vi muchas otras cosas, que cuando tomé la entrada no imaginaba ver. Vi un partido, pero mucho más.
Gol. Gol. ¡Gol! Me acuerdo del gol y sonrío. Me acuerdo de la vuelta en caravana y sonrío. Más allá de lo que pasó después, me acuerdo del viaje, y sonrío.
Es que la vida sigue. Y yo, como siempre, no dejo de jugar. Ni de reír. Y más cuando, como hoy, me encuentro con esta bandera y me acuerdo de ese sábado. Chicago 2 – Newell’s 0, pero no acá. No en la República, sino allá. Allá lejos, allá cerca. En Rosario. En mi Rosario, hoy, como ayer, como siempre, más mía que nunca.
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