Juicio contra el Padre Grassi, querella contra los acusados del asesinato del policía federal Garrido, sospechas de clausura del Hospital Neuropsiquiátrico Moyano, también del Borda. En el medio, se inaugura una muestra de arte: Desde los muros. Esta muestra artística tiene, tal vez, la peculiaridad de que esta vez importa más el artista que su obra. Las fotografías que se exponen y los bellos murales que se invitan a ver surgieron de la imaginación, de las manos, del aislamiento, de la soledad, del corazón de un grupo de internados del Servicio Psiquiátrico Central de Varones (Unidad 20 que funciona en el Hospital Borda) y de un grupo de chicas del Instituto Correccional de Mujeres (Unidad 3 de Ezeiza). La duda se hace presente en el pensamiento del amante estético ante la extraña mezcla de arte, prisión y locura. ¿Será que la locura de Van Gogh (hoy ya estéticamente legitimado) es la única artísticamente correcta? ¿Será que los presos tienen derecho a pintar? Desde los muros del Borda y de la cárcel de Ezeiza, hay quienes nos invitan a responder esas preguntas. Desde los muros de la Avenida de Mayo al 575, también. Será cuestión de entrar nomás, sólo hay una condición: los prejuicios, por favor, déjelos en la puerta.
Ojos. Ojos. Ojos. Por todas partes, hay ojos. A la derecha de la entrada, un gato blanco y negro, raza tintachina, me paraliza con su mirada: hipnosis, necesidad de parpadear. Hacia el centro, un grupo de personajes que disfrutan de la profundidad del mar, también se paran a mirarme. Son muchos, mejor seguir caminando. Hacia el fondo, esta vez hacia la izquierda, aparecen cuatro rostros. La cara difusa, extraña, temeraria, y nuevamente muchos ojos: esta vez asustan, y son más: ya son ocho. Ojos, ojos y más ojos. Ojos que buscan, que expresan, que dicen algo pero no se sabe qué. Ojos que no ven, corazón que no siente. Puede ser, pero no esta tarde. No hoy, cuando los cuadros tienen la firma de las chicas de Ezeiza, las del Taller “La Estampa”. Si esas chicas que no ven, que no pueden ver más allá de lo que los muros les permiten, trazaron las pinceladas de cada una de esas pinturas, y se supone que no sienten, me pregunto, entonces, por qué me miraban todos esos ojos. Me miran. Al menos ese gato, aún me sigue mirando.
El primer subsuelo del ex edificio de La Prensa es oscuro: las paredes son negras, al igual que los pisos y al igual que el techo; tanto, que, en un momento, se ponen todos de acuerdo y deciden sumergir al infiltrado visitante en un agujero negro infinito que no termina nunca jamás. Excelente marco para el cuadro de esta excelente muestra de murales y fotografía. Los murales de las chicas, las fotos de los chicos. Los, las; las, los. A la izquierda de la entrada (casualmente, también a la izquierda del auspicio del Gobierno de la Ciudad), aparecen los loquillos del Borda. Y se hacen presentes en esta Casa de la Cultura desde un lugar más anónimo, más intangible, más misterioso que sus figuras físicas: los del Borda aparecen desde sus fotografías, desde sus blancas, negras, grises fotografías, desde su Taller de Fotografía Estenopeica. Debo reconocer que, cuando por primera vez leí este extraño (y difícil de nombrar) adjetivo, no pude evitar vincularlo a la antigua y siempre vigente radio Colifata. Finalmente, la expresión nada tenía que ver con la inventiva de los creadores de la radio del Borda, sino con un antiquísimo tipo de fotografiado. Interesante técnica que precisa el revelado en la imagen principal y diluye el resto en una dispersa neblina gris. Algo parecido a lo que ocurre cuando en la sociedad aparece un loco: hay que encontrar al loco y aislarlo para que no enloquezca a más nadie y se quede loco solo. Después el loco se cura, pero alguna vez fue un loco, y debe pagar por ello, por su locura. Interesante técnica, fría y gris recepción social. Podría seguir divagando entre la locura, la Colifata, la fotografía estenopeica y la sociedad (nuestra), pero quiero volver. Necesito color, necesito expresión, necesito ver rostros: necesito ver. Decido entonces abandonar la intriga del difuso Borda para volver a los ojos penetrantes de la cárcel de Ezeiza.
Me vuelvo hacia el pabellón de las pinturas, necesito volver al tacto, quiero ver la pincelada que cada una de ellas dejó en el lienzo que le dieron para pintar. Empiezo a caminar y cuando levanto la cabeza ya no estoy más en la casa donde vive la cultura, en medio del centro porteño. Cambié la Plaza de Mayo por la Ribera y el Cabildo por la calle Caminito: no estoy en la city, estoy en La Boca. De golpe veo tantos colores que el agujero negro que aparecía antes de fondo se transforma en el colorido gráfico del sistema solar.
Antes de llegar a los grandes murales, vuelvo hacia el gato que me mira desde que llegué. Está en un lienzo, “Animales”, acompañado por otros gatos, perros, patos, un gallo, un mono, un caballo. Un hermoso caballo. Sobre fondo blanco, gruesas y finas pinceladas negras van dibujando un mapa con seres en lugar de países, un mapa perfectamente detallado. Un zoológico sin rejas sobre una blanca tela para mirar. Para mirar y disfrutar. Disfrutar de la belleza de esos animales. Sobre todo de ese gato y de sus ojos.
Ahora sí, decido finalmente recorrer los Grandes Murales. Son cinco grandes lienzos que colorean toda la sala: la iluminan, la alegran, la reviven. Las chicas de Ezeiza reviven la casa donde vive la cultura. La reviven de la mano de esas cinco pinturas. “Callejón”, “Cuarta dimensión”, “Galería”, “Resistiré”, “Set de filmación”. Todas ellas son bellas, están bien trabajadas y tienen mensajes secretos para que el observador quede atrapado en la búsqueda del perfecto detalle y descubra en él la marca para develar la verdad, el secreto. O tal vez no lo logre, muy posiblemente, y se vaya a casa pensando en él.
En los cinco aparecen siempre los ojos que buscan, que llaman, que asustan y no paran de mirar. Ojos que son una constante en estas obras, realmente algo que es imposible no observar. También presente, inquebrantable, en todos ellos aparece la libertad. Escrita, simbolizada, en el mar, en la isla, en la fiesta, en el arte, la libertad está. Esa libertad prohibida, necesaria, urgente, esa libertad que no está se inmiscuye entre los pelitos del pincel, y después entre los óleos del lienzo, y después en la totalidad del gran muro, y después está ahí, en ese color tan real, que parece que de verdad existe, que de veras es, que en serio está. Pero como, ni de verdad, ni de veras, ni en serio, realmente está, es por eso que esos dos elementos siguen estando presentes, ahí, en todos y cada uno de esos cinco lienzos: los ojos que buscan, la libertad. La libertad, los ojos que buscan. Los ojos que buscan la libertad.
“Callejón” es el que más explicita el sentido de la libertad. Nos la hace fácil y hasta nos escribe la palabra. Sin embargo, como a veces suele pasar con los silencios, esta vez la imagen explica más que la palabra. Un mural en el que está pintado un mural, lleno de palabras y frases, de yingyang y del Che, de “no votar, sino de botar”. Aparecen también las caras de las chicas pintoras, ellas quieren ir hacia esa libertad, una libertad extraña, que escapa del callejón por un agujero que va hacia el mar. Dan ganas de ir también hacia ese mar de la libertad.
Sobre el final, por si faltaba aún algo más de emoción, las chicas de Ezeiza, las del Taller “La Estampa”, nos enfrentan de golpe con toda nuestra libertad. Tomá, mirá, mirá, mirá lo que vos tenés. No lo ves, pero vale de verdad. No hace falta que yo lo diga, las dejo a ellas hablar: “Cuando son varios los años intramuros, las imágenes impresas son como ventanitas de libertad. Las sensaciones visuales perdidas en el tiempo de encierro casi no se perciben hasta volverlas a experimentar, y todas esperamos ese gran momento de libertad para recuperarlas”.
Desde los muros. Desde los muros hacia la libertad. Más que una muestra de pintura y fotografía, hablamos de un entramado de prohibición, locura, arte y sociedad. Hay que ver Desde los muros. Desde los muros, del Borda, de Ezeiza, hay que ver. Hay que ver e imaginar, también, esa realidad. Una realidad ajena, lejana que es necesario conocer y que, gracias al arte, se puede despejar un poco. Desde los muros hace a ellos estar en libertad. Desde los muros nos hace a nosotros conscientes de nuestra (no tan nuestra, pero, en fin) libertad. Finalmente, las preguntas iniciales parecen quedar respondidas y finalmente no es tan cierto que, en esta muestra, el artista importe más que su obra. Sí importa el artista, él es quien crea la obra. Pero, finalmente, es la obra quien lo crea a él: es ella quien, en definitiva, lo deja en libertad.
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