jueves, 23 de julio de 2009

Día 2 (diario de escritura)


Bueno, en primer lugar, pido disculpas por no haber subido nada el jueves pasado, pero la verdad es que la última semana fue bastante complicada y no tuve ni un poquito de tiempo para escribir. Sí para seguir pensando, pero nada más. De esta manera, no tengo grandes novedades, supongo que ahora me adentraré más en el aspecto específico de escritura de mi proyecto. Bueno, igualmente, supongo que este tiempo me sirvió para poder mirar más objetivamente lo que quería hacer y ver si coincide con lo que hoy quiero llevar a cabo, lo cual me sirve para, inicialmente, darme cuenta de que en sí, es eso lo que quiero. Muchas gracias y sólo una pregunta: ¿el libro elegido para dialogar con mi proyecto debe aparecer necesariamente en la bibliografía de la materia? De todos modos, si es así, supongo que además leeré otro, pero quería saber. Gracias por los comentarios y, nuevamente, perdón por la tardanza y la intriga.

Malva.

jueves, 9 de julio de 2009

Día 1 (del diario de escritura)

Bueno, acá estoy, inmersa en la investigación de mi Proyecto Narrativo. En relación a este, recién hace poco logré decidirme sobre qué escribir, ya que estaba con muchas ideas en la cabeza y, debo admitir, que el hecho de la actual situación en la que nos encontramos, en relación a la gripe A1H1 (creo que ya me la aprendí de memoria), me modificó en parte los planes de proyecto que tenía, pese a que estos, de todos modos, se hallaban con algunas incertidumbres y búsquedas.
La decisión llegó a mí, casualmente, (y esto tal vez no sea de importancia) mientras tocaba la guitarra y, en relación a la canción que estaba tocando, se me vino a la mente el tema de mi proyecto: Cuba. Aún no me he decidido específicamente sobre que tipo de narración quiero realizar, pero supongo que estas se irán delineando con el progreso de mi búsqueda y, además, estoy muy contenta con haber encontrado el eje de mi proyecto. En sí, me parece interesante adentrarme en este país, por su historia, por su proceso revolucionario, por sus contradicciones, por su cultura, entre algunos de los aspectos que conozco y sobre los cuales tengo un gran interés por seguir indagando.
De todos modos, y pese a que aún no lo he decidido firmemente, me gustaría abocarme a algo que pueda tener que ver con el diario de un guerrillero, con la aparición de cartas, aunque aún no he terminado de decidir si la situación se desarrollaría en la época de la Revolución, en la actualidad, etc. Por su parte, en relación al viaje, podría tratarse de un viaje físico del personaje (o de los personajes), aunque me interesa más que nada un viaje “interno” del mismo a lo largo del recorrido.
Bueno, actualmente, en plena etapa de definiciones, estoy realizando una linda investigación sobre el país, sobre su historia, su revolución, su cultura, sus “datos útiles” y sus “lugares imprescindibles”. Una investigación que, a medida que avanza, más me hace consciente de mi ignorancia y de lo placentero de la búsqueda y del conocer lo nuevo, lo distinto. Además, me interesa mucho saber sobre costumbres, sobre pequeñas diferencias idiomáticas o del habla, por lo cual además estoy interesándome por ciertos materiales más específicos: documentales, conciertos de Silvio Rodríguez, literatura cubana (actualmente estoy leyendo algunos cuentos de Alejo Carpentier, Eliseo Diego, Gustavo Eguren, entre otros; y pensaba seguir indagando..), música cubana, entre algunos ejemplos.
Por otra parte, estoy leyendo escritos de José Martí y Ernesto Guevara que, además de placenteros, puedan serme útiles para el desarrollo del proyecto. Además, en relación a los Territorios, estoy basándome en el de la Guerra (aunque también me interesa el de Misiones) y ya he leído los fragmentos de Diario de Campaña, de José Martí, y El reposo de los héroes, de Julio Ramos, y, a partir de la idea de mi proyecto, supongo que podría conseguir – como texto completo, a partir de los expuestos en nuestra bibliografía- el de Martí. No sé Uds. que piensan, yo en sí tampoco estoy muy segura, y por eso me interesaría saber su opinión, pero me parece el más afín en relación a mi proyecto.
Bueno, supongo que esto es todo hasta ahora. Malva

miércoles, 8 de julio de 2009

Desde los muros, una forma de estar en libertad


Juicio contra el Padre Grassi, querella contra los acusados del asesinato del policía federal Garrido, sospechas de clausura del Hospital Neuropsiquiátrico Moyano, también del Borda. En el medio, se inaugura una muestra de arte: Desde los muros. Esta muestra artística tiene, tal vez, la peculiaridad de que esta vez importa más el artista que su obra. Las fotografías que se exponen y los bellos murales que se invitan a ver surgieron de la imaginación, de las manos, del aislamiento, de la soledad, del corazón de un grupo de internados del Servicio Psiquiátrico Central de Varones (Unidad 20 que funciona en el Hospital Borda) y de un grupo de chicas del Instituto Correccional de Mujeres (Unidad 3 de Ezeiza). La duda se hace presente en el pensamiento del amante estético ante la extraña mezcla de arte, prisión y locura. ¿Será que la locura de Van Gogh (hoy ya estéticamente legitimado) es la única artísticamente correcta? ¿Será que los presos tienen derecho a pintar? Desde los muros del Borda y de la cárcel de Ezeiza, hay quienes nos invitan a responder esas preguntas. Desde los muros de la Avenida de Mayo al 575, también. Será cuestión de entrar nomás, sólo hay una condición: los prejuicios, por favor, déjelos en la puerta.
Ojos. Ojos. Ojos. Por todas partes, hay ojos. A la derecha de la entrada, un gato blanco y negro, raza tintachina, me paraliza con su mirada: hipnosis, necesidad de parpadear. Hacia el centro, un grupo de personajes que disfrutan de la profundidad del mar, también se paran a mirarme. Son muchos, mejor seguir caminando. Hacia el fondo, esta vez hacia la izquierda, aparecen cuatro rostros. La cara difusa, extraña, temeraria, y nuevamente muchos ojos: esta vez asustan, y son más: ya son ocho. Ojos, ojos y más ojos. Ojos que buscan, que expresan, que dicen algo pero no se sabe qué. Ojos que no ven, corazón que no siente. Puede ser, pero no esta tarde. No hoy, cuando los cuadros tienen la firma de las chicas de Ezeiza, las del Taller “La Estampa”. Si esas chicas que no ven, que no pueden ver más allá de lo que los muros les permiten, trazaron las pinceladas de cada una de esas pinturas, y se supone que no sienten, me pregunto, entonces, por qué me miraban todos esos ojos. Me miran. Al menos ese gato, aún me sigue mirando.
El primer subsuelo del ex edificio de La Prensa es oscuro: las paredes son negras, al igual que los pisos y al igual que el techo; tanto, que, en un momento, se ponen todos de acuerdo y deciden sumergir al infiltrado visitante en un agujero negro infinito que no termina nunca jamás. Excelente marco para el cuadro de esta excelente muestra de murales y fotografía. Los murales de las chicas, las fotos de los chicos. Los, las; las, los. A la izquierda de la entrada (casualmente, también a la izquierda del auspicio del Gobierno de la Ciudad), aparecen los loquillos del Borda. Y se hacen presentes en esta Casa de la Cultura desde un lugar más anónimo, más intangible, más misterioso que sus figuras físicas: los del Borda aparecen desde sus fotografías, desde sus blancas, negras, grises fotografías, desde su Taller de Fotografía Estenopeica. Debo reconocer que, cuando por primera vez leí este extraño (y difícil de nombrar) adjetivo, no pude evitar vincularlo a la antigua y siempre vigente radio Colifata. Finalmente, la expresión nada tenía que ver con la inventiva de los creadores de la radio del Borda, sino con un antiquísimo tipo de fotografiado. Interesante técnica que precisa el revelado en la imagen principal y diluye el resto en una dispersa neblina gris. Algo parecido a lo que ocurre cuando en la sociedad aparece un loco: hay que encontrar al loco y aislarlo para que no enloquezca a más nadie y se quede loco solo. Después el loco se cura, pero alguna vez fue un loco, y debe pagar por ello, por su locura. Interesante técnica, fría y gris recepción social. Podría seguir divagando entre la locura, la Colifata, la fotografía estenopeica y la sociedad (nuestra), pero quiero volver. Necesito color, necesito expresión, necesito ver rostros: necesito ver. Decido entonces abandonar la intriga del difuso Borda para volver a los ojos penetrantes de la cárcel de Ezeiza.
Me vuelvo hacia el pabellón de las pinturas, necesito volver al tacto, quiero ver la pincelada que cada una de ellas dejó en el lienzo que le dieron para pintar. Empiezo a caminar y cuando levanto la cabeza ya no estoy más en la casa donde vive la cultura, en medio del centro porteño. Cambié la Plaza de Mayo por la Ribera y el Cabildo por la calle Caminito: no estoy en la city, estoy en La Boca. De golpe veo tantos colores que el agujero negro que aparecía antes de fondo se transforma en el colorido gráfico del sistema solar.
Antes de llegar a los grandes murales, vuelvo hacia el gato que me mira desde que llegué. Está en un lienzo, “Animales”, acompañado por otros gatos, perros, patos, un gallo, un mono, un caballo. Un hermoso caballo. Sobre fondo blanco, gruesas y finas pinceladas negras van dibujando un mapa con seres en lugar de países, un mapa perfectamente detallado. Un zoológico sin rejas sobre una blanca tela para mirar. Para mirar y disfrutar. Disfrutar de la belleza de esos animales. Sobre todo de ese gato y de sus ojos.
Ahora sí, decido finalmente recorrer los Grandes Murales. Son cinco grandes lienzos que colorean toda la sala: la iluminan, la alegran, la reviven. Las chicas de Ezeiza reviven la casa donde vive la cultura. La reviven de la mano de esas cinco pinturas. “Callejón”, “Cuarta dimensión”, “Galería”, “Resistiré”, “Set de filmación”. Todas ellas son bellas, están bien trabajadas y tienen mensajes secretos para que el observador quede atrapado en la búsqueda del perfecto detalle y descubra en él la marca para develar la verdad, el secreto. O tal vez no lo logre, muy posiblemente, y se vaya a casa pensando en él.
En los cinco aparecen siempre los ojos que buscan, que llaman, que asustan y no paran de mirar. Ojos que son una constante en estas obras, realmente algo que es imposible no observar. También presente, inquebrantable, en todos ellos aparece la libertad. Escrita, simbolizada, en el mar, en la isla, en la fiesta, en el arte, la libertad está. Esa libertad prohibida, necesaria, urgente, esa libertad que no está se inmiscuye entre los pelitos del pincel, y después entre los óleos del lienzo, y después en la totalidad del gran muro, y después está ahí, en ese color tan real, que parece que de verdad existe, que de veras es, que en serio está. Pero como, ni de verdad, ni de veras, ni en serio, realmente está, es por eso que esos dos elementos siguen estando presentes, ahí, en todos y cada uno de esos cinco lienzos: los ojos que buscan, la libertad. La libertad, los ojos que buscan. Los ojos que buscan la libertad.
“Callejón” es el que más explicita el sentido de la libertad. Nos la hace fácil y hasta nos escribe la palabra. Sin embargo, como a veces suele pasar con los silencios, esta vez la imagen explica más que la palabra. Un mural en el que está pintado un mural, lleno de palabras y frases, de yingyang y del Che, de “no votar, sino de botar”. Aparecen también las caras de las chicas pintoras, ellas quieren ir hacia esa libertad, una libertad extraña, que escapa del callejón por un agujero que va hacia el mar. Dan ganas de ir también hacia ese mar de la libertad.
Sobre el final, por si faltaba aún algo más de emoción, las chicas de Ezeiza, las del Taller “La Estampa”, nos enfrentan de golpe con toda nuestra libertad. Tomá, mirá, mirá, mirá lo que vos tenés. No lo ves, pero vale de verdad. No hace falta que yo lo diga, las dejo a ellas hablar: “Cuando son varios los años intramuros, las imágenes impresas son como ventanitas de libertad. Las sensaciones visuales perdidas en el tiempo de encierro casi no se perciben hasta volverlas a experimentar, y todas esperamos ese gran momento de libertad para recuperarlas”.
Desde los muros. Desde los muros hacia la libertad. Más que una muestra de pintura y fotografía, hablamos de un entramado de prohibición, locura, arte y sociedad. Hay que ver Desde los muros. Desde los muros, del Borda, de Ezeiza, hay que ver. Hay que ver e imaginar, también, esa realidad. Una realidad ajena, lejana que es necesario conocer y que, gracias al arte, se puede despejar un poco. Desde los muros hace a ellos estar en libertad. Desde los muros nos hace a nosotros conscientes de nuestra (no tan nuestra, pero, en fin) libertad. Finalmente, las preguntas iniciales parecen quedar respondidas y finalmente no es tan cierto que, en esta muestra, el artista importe más que su obra. Sí importa el artista, él es quien crea la obra. Pero, finalmente, es la obra quien lo crea a él: es ella quien, en definitiva, lo deja en libertad.

Viaje de gol

.
Gol. Gol. ¡Gol! Te abrazo y lloro. Te abrazo tan fuerte que no siento más nada. Y no paro de llorar. Te abrazo y lloro, papá. Y con la fuerza que me queda, grito el gol. Ese gol por el que vine, por el que no me quedé, por el que esperé tanto tiempo. Por el que te agradezco haberme traído hoy acá. Con la vista borrosa, miro el gran Parque Independencia, más grande que cualquier otro. Miro a mis hermanos, verdes, negros. Me veo en ellos, lloran conmigo, festejan, ríen, sufren a mi par. Sonrío. Te miro a vos, enfrente, que gritás conmigo, que festejás, que cantás conmigo desde tu color, desde tu rojo, desde tu negro, que desde entonces también serán míos. También sonrío.
El partido sigue. Yo no dejo de llorar. Chicago 1 – Newell’s 0, pero no acá. No en la República, sino allá. Allá lejos, allá cerca. En Rosario. En mi Rosario, hoy más mía que nunca.


*
Son las cinco de la tarde. Recién llego a casa, a la hora de siempre, como todos los jueves. Guardo la raqueta y me saco el buzo. Hace frío afuera. Adentro no, el departamento está calentito. Me estoy por ir a bañar y suena el timbre. Sos vos, pá. Bajo rápido, haciéndole caso a tu pedido. Te abro la puerta.
- Tengo un regalo para vos.
Eso fue lo único que te dejé decir, porque ni bien terminé de escucharte, me abalancé encima tuyo. Desde el hombro de tu chaqueta se veía la lluvia, también mi rostro, mi alegría. No lo podía creer, todo lo que esperaba, lo que más esperaba, iba a deja de ser un sueño para ser algo tangible, real. La vida es sueño, dicen; pero esta vez era verdad. Tan de verdad como mi camiseta, como mi bandera. Y, ahora, como mis entradas.
- Gracias, pá.
El viernes a la noche no pude dormir. No pude, casi. No podía parar de pensar en el partido del sábado. Había que ganar, no quedaba más margen. Era ganar o ganar, quedarnos o descender, marcar o marcar. No había más chances. En 90 minutos se jugaba todo. Y yo no podía contra eso. No aguantaba más, ya quería que Toia pitara de una vez y diera comienzo al juego. En sí era eso, un juego. Si, en definitiva lo era, pero no para mí. No para quien en ese momento ve todo de un solo color, de dos, mejor dicho. Ganaras o perdieras, yo quería estar, Torito, yo iba a estar. Yo voy a estar.
Al rato de escuchar mi propia voz en esta especie de monólogo sobre la filosofía del fútbol, parece que me cansé de mi misma y de pronto oscureció. O me dormí, o se cortó la luz.
Al día siguiente me desperté temprano: había que madrugar para llegar con tiempo. De todos modos, Rosario no quedaba lejos. Rosario, otro tema. Esa ciudad, tan hermosa, siempre me gustó pero nunca fui. No te conocía y ya me gustabas, desde antes, desde quién sabe cuando. Quién sabe por qué. Quién sabe. Y a quién le importa. A mi no, con quererte ya me basta.
Y así, con un exclusivísimo diseño verdinegro, mitad jugador de fútbol, mitad fruto de las manos de mi abuela, partí para allá. Para allá. Para verte a vos. Para verte a vos ganar. Para volver feliz, llorando, pero cantando con la ilusión de volver a ganar.
Papá, Manu y yo en el auto. Yo sola atrás, con todo el espacio para mí y mi nerviosismo de acompañante. Entre los dos no hacíamos una. Me sentaba, me acostaba. Prendía la radio, la apagaba. Sacaba la bandera por la ventanilla, la guardaba. Me acostaba de vuelta, me volvía a sentar. En un segundo, el verde y celeste de la ventana se cambió por un mejor verde y negro que invadía toda la ruta, que abarcaba toda la visión, que se llevaba todas las miradas. Innumerables autos se fundían en una única bandera, verde y negra. Desde arriba, desde donde tal vez hubiese alguien, seguramente se habría visto así. Seguramente ese alguien la habría disfrutado como yo. Bah, no creo que tanto.


*


Llegamos. En Rosario, a cuatro días del día de la bandera, para verte jugar a vos, con esta camiseta puesta, con mi viejo y mi hermano. Sólo faltas vos, má. Sólo vos.
Suenan las campanas. Es la hora. Entro al Santuario, miro hacia todos lados. Recuerdo que el suelo que estoy pisando lo piso alguna vez el dios de La Mano, al que veneramos todos los que compartimos esta esférica religión. Sigo caminando, ya veo como el suelo del Santuario se va haciendo verde. Verde esperanza, hoy más que nunca. Subo lentamente las gradas del Santuario, veo a los peregrinos. Rezan, lloran, piden, suplican, se abrazan. Tensos. Ellos y yo, todos.
Un día después de lo pedido, el referí pita y el juego comienza. Miles de ojos divisan la misma cosa. Una cosa redonda, radiante, brillante, se lleva las miradas de todos los presentes en el Parque Independencia. Es que parece que el sol sale de nuevo, o más que antes. Es el único segundo de distracción, desde entonces todos vuelven su vista hacia la pelota. Entre botines negros, rojos, verdes, blancos, se reparte, cariñosa. Quiere estar con todos. Mientras ella juega, inicia su función el coro: los miles de peregrinos presentes expanden su voz, siguen la letra con precisión y vocación y desafinan en todas las notas. Pero a nadie le importa, ése es el coro que todos quieren escuchar. Como escasas veces, y menos aún en este tipo de final, la división de religiones desaparece, como alguna vez pediría el gran John, y somos todos uno. Ellos, nosotros, todos uno. El mismo coro, distinto color. Tres colores, dos hinchadas, una misma canción. No creo lo que escucho. Te oigo a vos, pidiendo por mí. No querés que me vaya, querés que me quede. Yo también me quiero quedar.
Gol de Mariano. Me voy a quedar. Explota el Santuario, desde todos lados. El llanto se mezcla con una sonrisa, la tristeza con el desahogo y el ruido es cada vez mayor. Yo ahí, en el medio, grito con el alma, como nunca antes. Gol. Gol. ¡Gol! Te abrazo y lloro. Te abrazo tan fuerte que no siento más nada. Y no paro de llorar. Te abrazo y lloro, papá. Y con la fuerza que me queda, grito el gol. Ese gol por el que vine, por el que no me quedé, por el que esperé tanto tiempo. Por el que te agradezco haberme traído hoy acá. Con la vista borrosa, miro el gran Parque Independencia, más grande que cualquier otro. Miro a mis hermanos, verdes, negros. Me veo en ellos, lloran conmigo, festejan, ríen, sufren a mi par. Sonrío. Te miro a vos, enfrente, que gritás conmigo, que festejás, que cantás conmigo desde tu color, desde tu rojo, desde tu negro, que desde entonces también serán míos. También sonrío.
El partido sigue. Yo no dejo de llorar. Chicago 1 – Newell’s 0, pero no allá. No en la República, sino acá. Acá lejos, acá cerca. En Rosario. En mi Rosario, hoy más mía que nunca.


*
Son las cinco de la tarde. Como todos los jueves, a esta hora llego de cursar. Hace frío afuera. Con las manos heladas me saco el buzo, me voy a bañar. Mientras me preparo la ropa, te veo. Te veo y en un segundo se me vienen mil imágenes a la cabeza. Cuando te sacaba por la ventanilla del auto, cuando te volvía a meter, cuando saltabas conmigo, cuando a la vuelta en el auto me tapaba con vos. Cuando fuiste una de las piezas del rompecabezas de la gran bandera verdinegra. Te vi y me acordé de todo. Del viaje, de la ida, de la vuelta, de la felicidad, de la ilusión, de los sueños, del triunfo. Pero no sólo de eso. Fui por un gol, pero me llevé mucho más que eso.
Ese sábado, Chicago le ganó a Newell’s 2 a 0. A la salida del encuentro los simpatizantes de ambas parcialidades intercambiaban palabras, sonrisas y camisetas. Rosario se solidarizó con el Torito y le brindó la mejor estadía. Después, el equipo de Mataderos enfrentaría en la Promoción a Tigre, el equipo de Victoria, en dos encuentros por una sola vacante en Primera División.
Los dos encuentros se jugaron. También estuve. Pero esta vez, la vacante se la quedó Tigre y la alegría se fue para Victoria. Eso ya no importa. Porque hoy te veo, te toco, en tus suaves franjas verdes y negras y me acuerdo de ese sábado, de ese gol. Del abrazo con vos, viejo. Del abrazo con vos, Newell’s. Del abrazo con vos, Rosario. Del gol de Mariano, del coro desentonado y del pitazo final. Te vi ganar. Te vi perder. Te vi, y detrás de tuyo, vi muchas otras cosas, que cuando tomé la entrada no imaginaba ver. Vi un partido, pero mucho más.
Gol. Gol. ¡Gol! Me acuerdo del gol y sonrío. Me acuerdo de la vuelta en caravana y sonrío. Más allá de lo que pasó después, me acuerdo del viaje, y sonrío.
Es que la vida sigue. Y yo, como siempre, no dejo de jugar. Ni de reír. Y más cuando, como hoy, me encuentro con esta bandera y me acuerdo de ese sábado. Chicago 2 – Newell’s 0, pero no acá. No en la República, sino allá. Allá lejos, allá cerca. En Rosario. En mi Rosario, hoy, como ayer, como siempre, más mía que nunca.

El cuento sin final, siempre hay alguien que no para de leer..


Don Mariano es un hombre de 82 años. Para los vecinos de Flores es el viejo loco de los libros. Es un viejo tan loco que nadie nunca se acerca a él, como para darse cuenta que en realidad no es ningún loco. O sí, tal vez lo sea. ¿Pero quién no lo es..?
Ese sábado, cuando Martín volvía de la cancha vio a Don Mariano en el banco de la placita Los Andes. Venía contento, Italiano había ganado y seguía puntero. En su cara se veía el sueño de la vuelta a Primera, el sueño de Martín. Martín Casale tenía 18 años y durante su corta vida nunca había visto al Tano en la A. No sabía cómo era, siempre soñaba con eso: ir a verlo contra Boca, River, algo que no podía imaginar. Su vida pasaba por eso, el fútbol y los pibes del barrio, siempre salía algo. Pero esa tarde, cuando cruzó por la placita y vio al viejo demente, le dio curiosidad. No entendía por qué la gente decía eso sobre él, al fin y al cabo el viejo nunca le había hecho nada a nadie. Entonces, despacito, se fue acercando al banco del viejo.
Mariano tenía en la mano un libro, como siempre. Su pelo era un remolino entre gris y negro, algo así como cuando se está por largar a llover, pensó Martín. Tenía un saco gris, gastado, y las manos secas, muchas hojas habían pasado por ahí. Por más que tuviera ese nombre, las arrugas delataban su edad, recorrían su cara desde el mentón hasta la frente, donde se chocaban con sus finas cejas negras.
“¿Qué lee Sr?”, preguntó Martín sin saber qué estaba haciendo, ni por qué lo hacía, ni si ésa era la mejor pregunta para ese hombre que, ahora, lo estaba mirando tan fijamente que lograba hacerlo sentir molesto, incómodo.
“¿Qué haces pibe? Acá estoy, leyendo. No sé qué leo, no me preguntes. No sé por qué lo hago. No se de escritores ni de poesía. Sólo estoy buscando el final de un cuento, lo perdí cuando tenía 20 años. Ahora tengo 62 y cuando lo encuentre, probablemente ya no me acuerde ni para qué lo buscaba.”
Martín se había quedado absorto con el relato de Don Mariano. El viejo había largado un centenar de palabras, tan rápido y todas juntas, que no le había dado tiempo a reaccionar. ¿Qué hacia ese hombre buscando el final de un cuento? Estaba loco, definitivamente. Todos en el barrio tenían razón.
“No estoy loco, pibe. Sé que lo estás pensando, sé que es lo que todos piensan acá, pero no me importa”.
Hacía mucho que no hablaba, parecía. Tenía los labios secos, pero sin embargo hablaba ligero, como si tuviera mucho que decir. Mirá, le dijo y sacó del abrigado tapado gris un libro naranja, era de tamaño mediano y estaba lleno de mugre, pensó Martín. Mariano le dio el libro a Martín, como dándole una posta y éste se sintió importante: nunca nadie había hablado con el viejo y ahora él estaba conociendo su historia. Le intrigaba todo lo que ese hombre decía, todo lo que había dicho en esos 5 minutos que le habían parecido 20. O más.
Martín tomó el libro como si fuera de vidrio. Despacio, creo que nunca había tocado algo con tanta delicadeza, con tanto cuidado, con tanto todo. Mariano lo observaba, agradeciendo el cuidado de ese extraño joven que se había aparecido a preguntarle cosas de su vida, agradeciéndole eso también. La tapa estaba cubierta por una infinidad de relojes, de todas las formas, tamaños, colores. Incluso había uno parecido al que Sandra tenía en la mesita del comedor, ese reloj al que le pasaba el trapito todos los días, siempre limpito estaba. Sólo relojes había y una palabra, o quizás un nombre, no lo sabía, escrito con letras negras en el margen inferior izquierdo: “Momo”. ¿Quién sabe qué sería eso, no?, pensó Martín. Lo abrió, las páginas estaban amarillas y con ese olor a libro viejo que a él tanto le gustaba. ¿A quién no le gustaba?, pensó. En la primera página, aparecía el primer número que veía: “Fecha de impresión: 19 de diciembre de 1971”. Tras leer eso, Martín recordó la vida de aquel hombre, obsesionado con aquel libro que él ahora sostenía suavemente con sus manos. Decidió comprobar lo que Don Mariano le había dicho, así que lentamente recorrió las paginas del libro y llegó al final: era cierto, faltaba la última página, la 299. El libro había quedado inconcluso en la 298, dejando el enigma sin resolver, con una última frase. “Era su hora”, sentenciaba el libro.
“Nunca encontré esa hoja, pibe. Hace 62 años que la busco. No perdí las esperanzas todavía, pero viste cómo es esto. Ya cada vez puedo caminar menos, ahora hago todo despacito. Y los ojos no ayudan tampoco, cada vez veo menos. Es difícil, viste, pibe”.



Martín colgó las llaves en el llavero, dejó la campera tirada en la cama y guardó el carnet de Italiano en el cajón del escritorio. Se tiró en la cama . Eran las ocho. Había estado más de dos horas hablando con Don Mariano. Y no se arrepentía para nada: en un par de horas todo lo que creía sobre él había cambiado, y en un par de segundos se había quedado deslumbrado con aquel libro naranja al que había sostenido con tanto cuidado. En ese rato, todo eso había cambiado. Había sido sólo cuestión de tiempo. Todo era cuestión de tiempo, pensó Martín. Todo. La vida de ese pobre hombre había sido robada por los relojes de ese extraño libro naranja, pensó. El tiempo había podido con él. Pero en ese instante, en el que se dio cuenta que no estaba pensando ni en el triunfo de Italiano ni en la punta de la tabla, un ruido interrumpió la revelación. Sandra golpeó la puerta, entró y le dio un beso en la mejilla. No lo había visto en todo el día. “A comer, hijo”, sentenció, poniendo punto final al viaje filosófico de Martín.
Al día siguiente, Martín esperó ansioso hasta que se hicieran las 6 de la tarde. Quería volver a hablar con Mariano, necesitaba hacerlo. Estaba mirando la tele cuando el vibrador del celular le avisó que ya era hora: eran las seis menos veinte y el viejo ya debía estar en el banco de la plaza. A los diez minutos, ya estaba ahí, pero no vio a Don Mariano. No vio nada, sólo el banco y un médico cerca de una ambulancia. El médico llevaba el sobretodo de Mariano. Martín se asustó.
“¿Qué pasó con Don Mariano?”, preguntó Martín. “¿En qué hospital está?”.
“No, pibe. El viejo se fue. Tenía como 80 años y el bobo dijo basta. Igual no sufrió, falleció por muerte súbita hoy a las cuatro de la tarde”,
dijo el hombre de chaqueta celeste mientras apoyaba el sobretodo en el asiento de adelante.
Nadie podía querer al viejo según ellos, pensó Martín. Ni siquiera le había preguntado si lo conocía. Por algo él le había preguntado. Con bronca y con una tristeza que ni él mismo lograba comprender, se dio cuenta que tenía que conseguir algo: el libro. Antes que el médico se subiera a la ambulancia, y sin que éste lo viera, metió la mano por la puerta entreabierta y, sólo con la ayuda del tacto, lo buscó. Rogó que estuviera. Estaba ahí, en el último bolsillo en el cual buscó, ya con la última esperanza. Tomó el libro, con la misma suavidad que la primera vez, y se fue.
Una semana después, el libro seguía en el bolsillo de su campera. No lo había vuelto a agarrar desde el domingo anterior. Había quedado triste por la muerte del viejo, un viejo al que casi ni conocía pero que había escuchado atentamente ese sábado. Había escuchado atentamente cada frase de la historia que ése viejo le contaba. Ese viejo no era ningún loco.
Ese domingo, Italiano le ganó 3 a 1 a Sarmiento de Junín de visitante y quedó a dos fechas de la máxima consagración. La vuelta a primera era inevitable y en Ciudad Evita los festejos y las banderas hacían crecer una ilusión escondida, guardada en un cajón. Tan guardada como el carnet de Martín, que ni se había enterado de la victoria del Tano. Martín estaba ocupado leyendo un libro. Un libro naranja con una tapa que estaba cubierta por una infinidad de relojes, de todas las formas, tamaños y colores.
Martín leía y leía. Y esta vez, al parecer.. Era su hora.